Los terremotos relacionados con las erupciones suelen darse porque el magma empieza a moverse, con la intención de salir, y comienza a empujar. Esto es lo que ha producido, por ejemplo, los miles de terremotos en La Palma con la erupción de Cumbre Vieja. "Los terremotos eran un síntoma del magma ascendiendo por la corteza y fracturándola como hemos podido comprobar. Es normal que haya sismicidad asociada a los fenómenos volcánicos", ha señalado Méndez.
También se miden los pequeños balanceos de la montaña en su conjunto, lo que podríamos llamar la respiración del volcán, pues son un indicativo de cómo se mueve el magma por su interior. Otro de los indicios que apuntan a una futura erupción son los cambios en las concentraciones de gases, como el dióxido de carbono y dióxido de azufre. Cuando el magma se encuentra en el manto, estos gases están disueltos en él, pero a medida que aquel asciende y disminuye la presión, los compuestos gaseosos se liberan, y allí los sensores permiten detectar el más mínimo cambio.
Ahora bien, conocer los patrones de erupción pasados de un volcán no asegura que se pueda predecir cuándo lo hará en un futuro, pues no tienen por qué volver a repetirse. En realidad, las predicciones de los vulcanólogos son similares a las de los meteorólogos: ofrecen una probabilidad de que suceda, pero nunca pueden estar seguros al 100 %. Incluso en el caso ideal son incapaces de decidir con exactitud cuál será la intensidad de la erupción.
Pero eso no hace que su trabajo no merezca un reconocimiento: los vulcanólogos fueron capaces de predecir la erupción de junio de 1991 del Pinatubo, lo que permitió salvar decenas de miles de vidas. En este caso, lo que puso en alerta a los expertos fue la repentina subida de la cantidad de dióxido de azufre a niveles sin precedentes: 16.500 toneladas al día.
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