Precipitarse hacia las propias consecuencias—

 Precipitarse hacia las propias consecuencias—. Hoy, más que nunca, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que pertenecemos a la era de la complejidad y la incertidumbre (S. Pániker). Las barreras que antaño nos recluían en celdas sociales, apartados de esperanzas y anhelos, han ido cayendo y los hombres no nacen condicionados; así sus aspiraciones no se ven limitadas debido a un bajo estatus social. Consecuentemente, desde muy jóvenes todo lo que somos, tenemos o la opinión que merecemos a los demás nos parece insuficiente: nos sabe a poco y queremos más: reconocimiento. Pero sobre todo soñamos; soñamos, y en nuestros sueños nos sentimos diferentes: admirados por la sociedad. Luego, al levantamos por la mañana la realidad nos saluda, arrojándonos a la cara un jarro de agua fría. Nos miramos entonces, cuántas veces, resignados frente al espejo: aborreciendo de nosotros mismos, de lo que somos y de nuestra vulgaridad. Pero sobre todo nos afligimos; y nos afligimos por todo aquello que deseamos desde lo más profundo del alma: profundidad esta, por la misma que igualmente reconoceremos que jamás lograremos nuestro propósito. Sin embargo, he ahí el lugar, “la fortaleza” de nuestro hogar, y el instante, “frente al espejo”. Ese preciso lugar y momento en el que la conciencia se despereza y nos mira desde el otro lado, con nuestro propio reflejo, susurrándonos, con voz encantadora, de manera que las palabras adquieren su propia luminiscencia. Y más, cuando «Rotas y sin vigencia, las normas que durante tanto tiempo prestaron contingencia dentro de la sociedad al individuo, no puede este ahora construirse una dignidad, sino extrayéndola del fondo de sí mismo» (Gasset). 

Pero cuidado, la imaginación es mala cabalgadura incluso para un hombre sensato — lo decía Pío Baroja y no le faltaba razón—. Hay ocasiones en que esas efímeras e inofensivas visiones, plagadas casi siempre de buenas intenciones mueven a despertar profundos deseos: exacerbadas pasiones, que lejos de parecernos arriesgadas nos seducen, de manera singular: tirando de nuestras almas —desoyendo las advertencias— cuando atisbamos a lo lejos la posibilidad de ir más allá, convencidos, de “poder” hacer nuestros sueños realidad. Se trata de verdaderos orgasmos deslumbrantes, de luz delirante y fabuladora que incitan a mover, y cambiar el modo de ser y pensar. A actuar creyendo que si seguimos adelante lograremos permutar el despreciable destino al que se dirige nuestra existencia. No negaré, que el ejercicio resulta convincente, y aún más para quien ya se encuentra atribulado: desilusionado consigo mismo. De modo, que la catarsis contribuirá al embelesamiento, desmantelando así toda defensa frente a ese caballo blanco que avanza llamado voluntad, y contra el que el hombre no puede defenderse de su violencia. Violencia devastadora, con la que luego irrumpe arrasando cual salvaje montura pertrechada de etéreas enjundias, con las que nos invitará a cabalgarlo, haciendo frente a las eventualidades del mundo que pudieran ir surgiendo al paso. Muy pocos intuyen, entonces, el enorme coste y sacrificio que supone un precipitado juicio: una determinada elección en nuestra vida; sobre todo, cuando de esta se quiere ir más allá uno (de aquello) de sí mismo. Menos son aquellos que cuentan con que la voraz tormenta pueda tragarse, mandando a pique, la tan anhelada empresa. No son pocas las ocasiones que embarcamos nuestras vidas y aspiraciones en un frágil junco, construido apenas con algo más que buenas intenciones; sin saber que nos aventuramos a un mar seno de frustraciones y desventuras, pues se trata de una travesía muchas veces malograda, de ante mano, por no haber sabido calcular “la infinitud del deseo”, ni previsto las dificultades de tan arriesgada singladura. No pasa mucho tiempo para cuando la tempestad arrecia desatando los problemas: volviéndose los titanes en contra nuestra. Sólo entonces nos acordamos de aquellos desestimados consejos, y nos surgen las primeras dudas: recelos que darán paso, durante la noche, a sombrías pesadillas que una vez manifiestas, atormentan al individuo, consumiéndolo, más que la propia vida. Con ellas se revelan, uno tras otro, los peores fantasmas surgidos, como demonios, en la noche oscura: duendes del subconsciente invitados por ese otro yo, que —algunos afirman— “todos llevamos dentro”; y que disfruta martillando, lenta pero infatigablemente, la conciencia cuando nos reprocha, o aún peor, recuerda lo terriblemente atroz e insoportable en que puede llegar a convertirse la vida. Por fin, y una vez presa de la red tejida por el caos y la incertidumbre —la misma donde deposita sus gérmenes la locura, veremos el futuro de forma muy distinta: sintiéndonos como aquel que tantas veces frecuento la angustia y la duda y que, de manera elocuente, al preguntarse qué le depararía el futuro comparó sus sensaciones con las de una araña que desde un punto fijo se descuelga: suspendida, teniendo ante sí siempre solo el enorme vacío, pataleando sin encontrar un lugar donde apoyarse. Víctima de su voluntad y precipitada hacia a sus propias consecuencias.

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