Bajo la fisura de Rolando


Muchos años me he estado acostando temeroso y sabedor de que apenas fuese a acostarme y, sin tiempo, apenas de cerrar los ojos sentía, el desasosiego turbar mi frágil descanso(1). La calma y el silencio que antes de irme a la cama circulaban, como suaves y tibias corrientes perfumadas sobre mi cuarto, se desvanecían, ante la convulsa impresión causada del abismo, que surgido de la nada, parecía engullir de una enorme bocanada mi cuerpo: arrojándome, a un vacío expectante en el que lentamente, iban apareciendo, aquellas criaturas que moran sus avernos y, que acechan mi alma, cubriéndola de espanto. Así ha sido, una noche tras otra, durante años. ¿Dónde estoy? —me pregunto—.

Una puerta enorme, de centelleante marfil, se ha cerrado tras de mí: tronando, con un sonoro ruido; empujándome, de pronto a salir de un inconcebible portal. Arrojándome, vacilante a las mórbidas garras de ese animal de sombra eterna y monstruosa, que guarda las fronteras preconscientes, de aquellos mundos, donde se entretejen multiformes cadenas que sujetan y someten a las almas, conduciéndolas, hacia la trágica hermosura de un destino que ellas mismas ignoran.

Todo me parece confuso, salvando la convicción que en mí despierta la noche, amenazante y siniestra, que perpetua el horror de todo aquello que es muy antiguo. Contemplo, en silencio, la vaporosa topografía que a un lado y a otro se erige, salpicada de extraños destellos: que rasgan, hiriendo, de vertiginosos reflejos la tensa oscuridad de la que comienzo a sentirme preso. Advierto, como en un artificio del espacio, la prolongación de mi propio ser, desdoblado y desprendido de mi cuerpo. Soy arrastrado, conducido, sobre el escenario descarnado de un teatro onírico y sombrío. En ello, una débil voz se hace oír en mi interior, susurrando, insinuándome al oído: que no debo dar crédito a lo que experimento. Mi mente, aletargada y confusa, la ignora. Ni le da ni le quita la razón. a esa tímida observación, que aparece de repente, surgida del más absoluto silencio. La única certeza que sin advierto es, la profunda oscuridad que oprime mi alma como una urna sellada, la madrugada; la soledad, y el frío que atraviesa como una afilada lanza las inadecuadas ropas, que de cierto, en ningún momento recuerdo haberme puesto.

Inquieto como un antílope siento, las carnes estremecer, y el corazón palpitar alarmado; expectante, ante esta tenebrosidad incomprensible y censora. Camino sintiéndome privado de toda voluntad; transportado a lomos de una inquieta yegua que cabalga los campos yermos de la noche, recogiendo las almas de quienes se encuentran, perdidos en el laberinto que delimita mezquinas fronteras más allá, del espacio y del tiempo. Me dejo guiar, sorteando trampas expectantes en una acera de innumerables baldosas etéreas. Mugrienta albañilería, al contacto con las entrañas de esa espeluznante dama, vaporosa, que avanza sigilosa, en incertidumbres robadas al mar, de calles y esquinas desiertas, por las que nadie se aventura a transitar.

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