Antes de comenzar a escribir estos textos —las entradas que componen este nueva serie que aún no tiene un título— me quise aislar del (del mundo, aunque en muchos sentidos ya lo estaba, y si me faltaba algo por aislarme por completo, estos escritos, terminaron por concluirlo). La razón para aislarme, era mantener el ruido a unos niveles aceptables para mí, pues, y esto es importante: anularlo por completo no solo es imposible, además, de poco aconsejable, pues no sería la primera vez, que disimulada en eso llamamos ruido, existe oculta una señal esperando ser revelada. Recuerdo, y solo por poner un ejemplo, a aquellos dos ingenieros (radio-astrónomos para más señas) que trabajando para la compañía telefónica estadounidense ATT, y mientras trataban de entender la fuente de un ruido que aparecía en sus receptores de radio, paradójicamente, y de forma casual descubrieron lo que fue finalmente reconocido como la radiación a 3 K del fondo cosmológico (una señal predicha teóricamente a finales de los años cuarenta) y que a la postre, les hizo merecedores del premio Nobel de Física, en 1978), siendo este ejemplo extrapolable a todos nosotros, en cualquier ámbito de nuestras vidas. Lo que quiero decir, es que la televisión, y el teléfono celular (aquello más disruptivo) fue a parar a una caja. Me quedé con una pequeña radio —para no ser el último en enterarme si se acababa el mundo—, luego cambie el sol del mediodía por la noche y las estrellas: esas mismas estrellas que me acompañan desde muy joven lo largo de mi vida allá donde quiera que esté, esto fue lo que permaneció a mi alrededor, además, del lucero al amanecer que me daba los buenos días cada mañana.
Luego, y como es pertinente cuando se abordan determinados temas, precisaba desde otro enfoque más atrevido, liberándome de las ataduras y cargas con las que esa misma razón se aferra a aquello que llamamos realidad. Recursos estos que, por cierto, ya nuestros antepasados manejaban en tiempos antediluvianos, y que todavía en algunos lugares son esgrimidos por algunos individuos. Algunas personas llamarían hoy a esto “acomodar la mente”, aunque tiene otros nombres: pero no se confundan... Pues he escuchado acerca de personas — refiero personas que escriben, sobre todo—, y que se alejan del lugar donde tienen la residencia, de las ciudades y de las personas que conocen y aman “perdiéndose” muchas veces a una casa apartada en el campo o bosque (es un ejemplo), “en un intento de desconectar”—dicen, buscando aislarse físicamente y mentalmente del ruido inarticulado de las calles de las ciudades, o de la propia la casa, y familia, en definitiva: un alejarse de todo aquello que les molesta, o pudiera molestarlos en los pensamientos de su escritura. Pero se diría, poco más o menos, que resulta un ejercicio —parecido en su finalidad— a lo que hacemos otros sin salir a veces de la ciudad, ni de nuestra casa: centrándonos (disponiéndonos) al acto, de pensar, y acercándonos mentalmente a aquello que vamos a tratar… no alejándonos de lo que nos molesta, sino penetrando lo que no interesa.
Solo comentar, en este sentido, y por si sirve de algo, que me parece innecesario, y absurdo huir de un lugar, pensando que otro será mejor para pensar y escribir lo pensado, al menos cuando se trata de una persona normal, entiéndase normal: sin problemas añadidos y en paz consigo misma y los demás, qué sabe quién es y cree saber lo que quiere. Huir nunca soluciono los problemas personales a nadie, tampoco de concentración. Camus, por ejemplo, pensó buena parte de su filosofía viendo partidos de fútbol, entre el bullicio de la gente en las gradas del campo de fútbol, donde relacionaba el juego sobre el terreno, con los avatares de la vida misma, para luego redactar en su apartamento en un barrio agitado de París, aquello sorprendente para muchos: “lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. Otros como Sartré paseaban por la ciudad, igualmente París, donde encontraron inspiración en lo cotidiano, muchas veces confrontando con los demás. Ambos hicieron, junto a otros, de París aquella capital mundial de la razón; y aunque muchos no lo crean, en París, pero incluso en cualquier otra ciudad se puede pensar y escribir: todavía. Tanto fue así, que sobre aquella orilla del Sena (en la Ribe Gauche) en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX, tuvo lugar una eclosión cultural sin igual, que situó a la capital francesa a la vanguardia del mundo de las ideas. Visto de este modo: la ciudad y el ruido, parece incluso el lugar perfecto para el ejercicio intelectual.
Pero, no solo, no es necesario salir de la ciudad para pensar, escribir o aislarse del ruido, incluso del mundo. Los hay, yo me considero entre ellos, que trabajan cada día en sus patios sobre un pequeño árbol u otras plantas durante horas —patios que son puerta a otro paradigma— sumergiéndote, y entrando en contacto con los habitantes de ese cosmos de naturaleza distinta y extraña a la nuestra: un cosmos gobernado por unos habitantes serenos y silenciosos, sin que se tenga que abandonar físicamente, mudándose, del lugar en el que viven. Por lo que intuyo que estas personas necesitadas de alejarse de todo para pensar o escribir, no solo tienen un problema, sino que igualmente no lo saben identificar: razón por la cual, cuanto más necesidad tienen de apartarse de algo y de los demás para liberar su mente, más parece que les cuesta conseguirlo. Siendo aquel esfuerzo: como si el cuadrado de la distancia a recorrer para alejarse, fuese proporcional a la ansiedad que les causa el mundo, y que debiera ser hallado, multiplicada por quién sabe cuántas otras variables. Pues se diría que andan más, no tanto alejándose del mundo, como en busca de algo que ni ellos mismos saben muy bien qué es, ni dónde está.
A veces encuentro interesante escribir con un lápiz: tengo cientos de hojas garabateadas a mano. Cuando escribes a mano, todo va más lento. Debe ir más lento, el viaje se hace despacio. Es casi una ley no escrita —como para mí escribir por la noche, de madrugada— pues de otro modo, terminaríamos con cientos de correcciones y apuntes a otras páginas, terminando en un laberinto indescifrable. Pero en esta ocasión no había prisa; y nunca debe haberla cuando escudriñamos en busca de algo importante e iniciamos un caminar, transitar la sombra para hallar de ella su luz.Y quizá —y esto lo digo por propia experiencia—, estar en medio de la naturaleza, en una casita en Los Picos de Europa o Pirineos, apartada en el bosque, no sea el mejor lugar para atrapar otra verdad que no sea la que allí mismo se encuentre bajo las estrellas, y menos aún si vamos con nuestras propias expectativas e ideas. Me explicaré.
Resulta ya a primera vista paradójico, que alguien vaya a la montaña o al campo, entendemos: a zambullirse en la naturaleza, precisamente a escribir sobre algo distinto a ésta, y que está en su cabeza. No me atrevo siquiera a decir que se pueda ir a pensar en medio de un bosque agitado o sobre cumbres nevadas y pensar en algo más allá del bosque y sus sonidos y en la visión de esas mismas cumbres nevadas: en lo que vemos. Pero, es cierto, los hay que van a la naturaleza a pensarse, o pensar “otras cosas”. Pero tener que pensar, obligarnos a pensar en algo (por ejemplo en una novela o ensayo, en el campo) implica tener que hacerlo ya sobre algo, ese algo que nos privará tomando nuestra mente por largo tiempo, ocupando y cerrando ésta a cuanto fuera acontece a nuestro alrededor: anulándonos como observadores del medio, cuando por el contrario, en la naturaleza deberíamos mantener la mente libre y relajada, abierta y dejando todo fluir a través de los sentidos a la espera de deslumbrarnos con las emociones que resultan de aventurarnos a los sonidos, olores, sabores y a todas aquellas impresiones que de los sentidos devienen expuestos al entorno natural.
Pienso que vida es el regalo que Dios nos hace (entiéndase como se quiera) siempre más allá de nuestro vago entendimiento; luego es la forma en que vivas y sientas, ese, es el regalo o desprecio que le haces a Dios, a la vida, la tierra y a ti mismo — más o menos así lo decía Miguel Ángelo. Y si lo pensamos detenidamente, ¿quién va a un museo de arte a pensar o escribir? Nadie. Las personas visitan un museo buscando que les vibre con fuerza, palpitando su corazón, buscando esa reacción, emoción, que surge ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce estético. Y aun así, entiendan: “la mejor obra de arte no sería más que la sombra de la perfección que encontramos en todo aquello que nos muestra la naturaleza”. Y, dicho esto, la pregunta sería: ¿quién va a la montaña a escribir?; ¿quién puede en un bosque en otoño pensar en otra cosa que no sea lo que tiene ante sus ojos?; ¿quién puede apartar la vista de una mariposa que se posa frente a ti?; o dejar de mirar Acturus —el guardián de la osa— en verano; o Aldebarán —el ojo del toro— en otoño.
Pero siempre hay un problema: el miedo, en ocasiones, incluso la vergüenza. Las personas tenemos excesivo miedo a todo: a la luz del sol, al frío, al calor, al viento, incluso a nosotros mismos, a nuestros semejantes y a la vida misma. Si algo supera nuestros márgenes de tolerancia o entendimiento nos sentimos amenazados e inquietos: desconfiamos. El desasosiego nos desborda. Vivimos felices y concertadamente en orden, en nuestras ciudades o villas, y nos trastorna —cuando no aterra— el desorden que anticipamos fuera de estas. Es por ello que algunos acampan en tiendas con colchones inflables, almohadas, ventiladores a pilas y baterías para el móvil. Lo cierto es que amamos la naturaleza por el día, tanto como nos aterroriza quedarnos abandonados a ella por la noche. Y sin embargo, pretendemos luego una visión —un orden planetario y universal— que solo tiene cabida en nuestra imaginación; pues fuera de esta (imaginación) no somos capaces ni de mirar, asomándonos a la realidad; y lo peor es no reconocer —y ni siquiera comprender— que si todo ahí fuera, cuando miramos nos parece amenazante y un “caos”, quizá.., y posiblemente, sea porque se trate de un tipo distinto de orden, pero entender que la convivencia entre orden y caos es posible, cuando el caos deja de parecer caos, cuando se establece una convivencia o relación entre órdenes distintos. Caminar, conscientemente bajo el sol, pensando en él y dejándonos acariciar la piel es un primer paso (fue mi primer paso). Liberarnos de nuestras cadenas el siguiente, hacia un cambio que nos sumerja dulcemente en el “caos”, asomando la cabeza a aquello que tanto nos asusta. Pues el caos es— igualmente origen—aquello único que hace y hará posible el cambio. Nuestro cambio.
Al final, reducido y sometido a breve análisis vemos personas que salen huyendo de una casa en un lugar / para meterse en otra casa en un lugar distinto, y seguir huyendo (incluso allí) del medio natural donde se encuentran: huyendo, siempre “de lo que hay fuera”; se diría incluso que angustiados —estos de los que hablamos— por una naturaleza que no entienden, cuando de lo que se trata, es precisamente de instruirse a vivir y sentir la intemperie; acostumbrarse de nuevo al caos que supone nuestros sentidos expuestos —sin anestesia— a las experienci... entendamos que hablamos de experiencias puras.
Sin embargo, y esto es un hecho manifiesto, las personas viven y ven la realidad a través de sus propios filtros, como si de unas unas gafas de sol se tratase; personas que ven el mundo a través siempre de algo: de pantallas de televisión, ordenadores, teléfonos y tabletas, y viendo las cosas según la apariencia , y no solo refiero la apariencia propia de estas, sino de cómo luego estas se nos muestran, o nos las muestran. De ahí que luego temamos la realidad y la misma naturaleza que casi no reconocemos. Pensemos, que muchas veces sabemos de las cosas no por propia experiencia, sino por lo que unos y otros nos cuentan o muestran, nos dicen o refieren de ellas; sobre todo hoy: a partir de los medios de comunicación e información, escuelas y universidades. Pero amigos cuidaos de los que enarbolan la verdad: porque del primero al último les mueven los propios intereses, cuando no son estos intereses subordinados a otros ajenos y por ello, normalmente, practicando el engaño. (Las mascaras de la tragedia).
En tanto a nuestro aislamiento de la naturaleza no es evidente, no lo parece; o parece que no nos lo parece ( lo ignoramos: pero igualmente se siente), y se percibe a primera vista, es manifiesto cuando hablamos de aquellas casas abiertas al exterior,com amplios ventanales y vistas a amplios jardines (a través de cristales) pero... , luego cuando estás en el exterior, en el jardín, te metes de inmediato en casa a la mínima de viento, lluvia o calor. Sobre todo y esto es lo paradójico, si se trata de esas mismas casas abiertas, de amplios ventanales, de luz y vistas a amplios jardines en el exterior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario